lunes, 30 de marzo de 2009

Capilla del Beato Sebastían de Aparicio

Capilla del Beato Sebastián de Aparicio.

Viridiana Álvarez Tello.


Es una noche con bastante viento, aunque yo no siento frío al bajar del Astra blanco de mi tía, estando ya enfrente de la iglesia de San Francisco, de la ciudad de Puebla, sin embargo, mi mamá logra convencerme de ponerme una sudadera antes de dar un paso más y me veo obligada a obedecerla.

Mamás… ¿qué poder tan extraño será ese que tienen para hacer que sus hijos las obedezcan con sólo una mirada? Apuesto a que varios líderes en el mundo darían todo por esta habilidad, pero por fortuna, parece que sólo las madres la tienen. En fin, me estoy saliendo del tema.

Lo primero que pude ver al mirar en dirección de la iglesia fue su única torre completa y la otra torre al lado suyo, sin terminar de hacer, iluminadas por luces de color blanco y verde para que se pudieran divisar las imágenes talladas en piedra que tenían. Por desgracia, estaban demasiado en alto para poder ver qué eran, pero seguramente, como en toda iglesia, se trataba de algún santo o quizá la Virgen María.

Empezamos a caminar hacia el enorme portón de la iglesia, subiendo unos cuantos escalones. En la explanada de más abajo había una pareja de ancianos en un puesto ambulante, vendiendo botellas de agua, refrescos y dulces; sin embargo, parecía que ya estaban prontos a irse. Junto a ellos había una señora friendo algunas papas, igualmente para venderlas. No prestamos demasiada atención y seguimos caminando.

Cruzamos la segunda explanada. Miré hacia mi derecha y vi una puerta grande de madera; justo arriba de ella se leía en grandes letras de cobre “BIBLIOTECA PÚBLICA”. Un poco más adelante, ya cuando habíamos subido más escalones y cruzado la tercera explanada, a la derecha habían unos arcos, parecidos a los que se encuentran en Los Portales, y detrás de ellos había otra puerta doble de madera, igualmente grande.

Al lado se leía “CENTRO ESCOLAR SAN CARLOS”, en letras mayúsculas y de color azul oscuro. Miré de nuevo al frente. Ya estábamos más cerca de la iglesia. Mi mamá observó que ya habían puesto tela de malla para evitar que las palomas y pichones construyeran sus nidos entre las piedras de la iglesia y dañaran la estructura.

Me fijé más detenidamente en el arco que había por encima de la puerta; de hecho, bajo las luces blancas y verdes, era visible una fina tela de malla. Justo antes de entrar, noté la talavera que estaba en las paredes de fuera de la iglesia. Es la primera iglesia que he visto que tiene talavera en tal cantidad.

Al entrar, pude percibir ese olor que se percibe al entrar en cualquier iglesia católica: el olor a cedro tallado y viejo, que ha estado ahí por décadas y en ocasiones, por siglos, así como el olor de pabilo consumiéndose.

En el tablero había varios carteles pegados, anunciando al público que se daban clases de la Biblia tal o cual día, e incluso vi uno que animaba a los jóvenes a unirse al grupo de los franciscanos. Pudimos oír que había una misa llevándose a cabo dentro de la iglesia, así que entramos sigilosamente, tratando de no llamar demasiado la atención.

Había bastante gente escuchando misa, y algunos voltearon curiosos al vernos pasar, queriendo ver a los que de repente interrumpían su concentración (y aburrimiento de algunos que estaban a punto de quedarse dormidos). Nosotros tratamos de ignorarlos.

En menos de dos minutos, ya estábamos caminando de nuevo por un pasillo oscuro, alejados de la misa y los feligreses curiosos. Finalmente, entramos a una capillita, que al parecer está bajo trabajos de remodelación, a juzgar por las escaleras y demás cosas de construcción que encontramos ahí. Mi mamá y mi tía dieron un suspiro de resignación al descubrir que el cuerpo del Beato no se encontraba ahí en ese momento, dándose cuenta de que estaba mero en medio de la misa.

Yo mientras tanto me puse a observar los murales que estaban colgados en las paredes de la capilla. Con la tenue iluminación que ofrecían dos largas lámparas de neón, pude empezar a leer lo que los murales decían. Pronto me di cuenta de que todos relataban en conjunto la historia del Beato Sebastián de Aparicio, como si fueran una especie de historieta gigante pintada en las paredes. En total, eran como ocho murales que habíamos de leer para entender la historia de San Sebastián. Haciendo un rápido resumen de todo lo que leí:

Sebastián fue un hombre que siempre amó a Dios más que a nada en este mundo y desde niño ya se notaba cuál iba a ser su vocación. Sin embargo, todavía tuvieron que pasar varios años más hasta que lo ingresaran a la orden de los frailes franciscanos y varios más para que se le asignara su primera misión. Tuvo que dejar su patria, España, cuando se le encomendó que llevara provisiones de un lado para otro (que es por lo que se le conoce como el patrono de los caminos) en el Nuevo Mundo, o también conocido como la Nueva España.

Varias veces viajó por fangosos senderos, a veces quedando atrapado en ellos, pero los ángeles siempre acudían en su ayuda, ya que Dios les mandaba para que cuidaran de su siervo. Sebastián fue un hombre muy amado y respetado por todos por igual, y los milagros que llevaba a cabo sólo añadían más virtudes a este santo. Sin embargo, lo extraordinario comienza cuando él muere. Seis meses después de haber sido enterrado, otro fraile desentierra su cuerpo para encontrarlo fresco y flexible, como si todavía estuviera vivo.

Hasta ahora, su cuerpo no se ha descompuesto y sigue conservado de una forma tan increíble que incluso su cara se puede ver con claridad. Ahora, su fiesta se lleva a cabo el 25 de febrero de cada año, y el 25 de cada mes se puede llevar a los enfermos y personas que necesiten un milagro para que el Beato se los conceda.

Esta fue la historia que pude ver relatada en los murales pintados al óleo, como toda pintura pintada en la época colonial y que se encuentra dentro de una iglesia. Al igual que en la Capilla del Rosario, había laminados de oro, aunque por supuesto, en mucha menor cantidad.

En pequeñas vitrinas de vidrio había vírgenes y niños dioses que nos miraban fijamente. A los pies de los niños dioses había cajas nada pequeñas que servían para echar ahí nuestra ofrenda de dinero para el niño. No echamos nada; sin embargo, seguimos observando.

Había tantas cosas que ver ahí… como por ejemplo, la puerta de reja que había en el piso, por la cual se podía observar varios escalones que bajaban profundamente, quizá dirigiéndose a una especie de catacumbas, o los carteles al lado de las imágenes que rogaban a los turistas que no utilizaran flash en sus cámaras. Por favor, no use flash - Tourists, please don’t use flash!

Pronto pudimos escuchar el “amén” callado de la congregación, lo cual nos indicó que la misa había acabado. Toda la gente se levantaba de sus asientos, pero no para dirigirse a sus casas, sino para caminar hacia al frente y llegar hasta la urna de San Sebastián para poner su mano encima y pedirle algún milagro. Nosotros nos acercamos también, pero no para poner la mano sobre el vidrio.

Mi hermano y yo observábamos estupefactos: nunca habíamos visto el cuerpo del beato, y resultaba aún más interesante para nosotros el ver un cuerpo tan bien conservado.

Lo único que resultaba visible del santo eran sus pies y su cara, ya que lo demás de su delgadísimo cuerpo estaba cubierto por un hábito de fraile… y hablando de cara y pies: justo a la altura de los ya mencionados miembros, había aún dos urnas más para echar ahí una ofrenda, ahora para el beato.

Lo chistoso es que en estas la ranura era lo suficientemente grande como para que cupieran billetes, a diferencia de la que vimos frente al niño dios. Ladeé una de esas urnas discretamente. ¡Uf! Esta no está nada vacía de dinero. Supongo que la que estaba en su cabecera tampoco estaba vacía.

En lo que más personas llegaban a poner sus manos encima de la urna del santo, nosotros nos pusimos a leer una biografía de San Sebastián que estaba justo junto a la urna a la vista de todos, en español para los turistas hispanohablantes e inglés para los turistas extranjeros que no saben ni jota de español… aunque cuando revisé la versión en inglés, pude notar que había varios párrafos en los que se equivocaron en una oración por la gramática o la ortografía o porque simple y sencillamente no daban bien a entender una idea. Lo único que aprendimos de ahí que no hubiéramos aprendido de los murales fue que Sebastián murió a la edad de 98 años.

Al fin salimos de la iglesia, apresurados por un fraile que nos dijo que ya era hora de salir de la iglesia porque ya iban a cerrar. Revisé mi celular rápidamente para ver la hora: vaya, cierran bastante temprano. Apenas eran las 8:10 de la noche.

Sentí el aire frío golpeándome de lleno en la cara. Aprovechando que ahora estábamos afuera, me fijé en la estatua que estaba a unos doscientos metros de la iglesia, en la que se mostraba al Beato Sebastián de Aparicio con un indígena arrodillado a sus pies.

En el bloque de concreto sobre el que estaban paradas las inmóviles figuras, se podía leer “Beato Sebastián de Aparicio: Patrono de los caminos de la Nueva España.” Junto al título del santo estaba el escudo de la ciudad de Puebla, ya pintarrajeado por algún bándalo y con estampitas pegadas en la piedra.

Debajo de todo lo que se podía leer había un mapa que dejaba a la vista Veracruz, Puebla y la Ciudad de México, mostrando los caminos que el Beato abrió para facilitar la comunicación.

Corrimos cuando notamos que nuestra mamá y tía nos habían dejado atrás, alcanzándolas después de unos momentos. Los vendedores ambulantes ya habían desaparecido de la explanada. Entramos de nuevo en el coche, refugiándonos del aire frío de la noche.

La autora es estudiante del curso de Historia Regional del Bachillerato General Matutino del Benemérito Instituto Normal del Estado de Puebla.

virialvarez@hotmail.com

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