domingo, 13 de julio de 2014

La obra maestra

LA OBRA MAESTRA
Ismael Iriarte
(microrrelato)
–Lo siento señor, ya no puede estar aquí, es hora de cerrar –le dijo el guardia del museo, señalando su reloj.

Él permaneció contemplando la pintura, inmutable ante las palabras del encargado. Finalmente, después de un momento se levantó del asiento forrado de cuero y se dirigió a la salida. Antes de abandonar el recinto dio un último vistazo al cuadro, como tratando de grabar la imagen en su mente. No hacía falta, a pesar de estar prácticamente ciego conocía de memoria aquella escena; había degustado los suaves sabores de los tonos azules y verdes; había aspirado el dulce aroma del reflejo de la luz grisácea sobre los tejados y las ventanas de la apacible calle; había escuchado una y otra vez la armoniosa melodía de los carros que disminuían la velocidad para tratar de esquivar a los transeúntes que abandonaban despreocupadamente el teatro después de la función vespertina; había tomado una copa en la cafetería de Bertha, mientras jugaba una partida de ajedrez con un viejo amigo; había visto a los chicos salir de la escuela; había deseado cada día la llegada del anochecer.

–Pudo haber sido una obra maestra, es una pena que esté inconclusa –dijo sombríamente al marcharse. 

El guardia, desconcertado, no pudo evitar reparar en su extraño sombrero. Luego lo vio alejarse con paso seguro, sin sacar las manos de los bolsillos del impermeable marrón.

A la mañana siguiente todo era caos en la sala. Empleados del museo, expertos en arte, turistas y un puñado de miembros de la policía local se agrupaban frente al lugar donde se exhibía Atardecer en la Calle de la Plazuela. Había sucedido algo inexplicable: la famosa escena de la pintura ahora transcurría de noche y la pálida luz de la tarde de otoño había sido remplazada por el mortecino resplandor de la luna. Todo lo demás parecía estar igual e incluso los más avezados conocedores pasaron por alto un detalle casi imperceptible: en un extremo del cuadro, en una terraza al final del bulevar, un hombre con sombrero de safari contemplaba la noche con los brazos cruzados y sonreía de satisfacción.

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